¡Qué poco le duró en la memoria
aquel amanecer para lo larga que había sido la noche! La tempestad
fue cobarde -no quería meter su agua helada en la herida- y se fue
tan pronto Diego se acostumbró a la lluvia. A veces tenía la
sensación de que en aquel sofá, arrellanada, no estaban todas aquellas
sombras, sino Natalia. Los labios diminutos, casi azules, de Natalia.
La Luna estaba a media asta, con una
compasión de niño o de farola. Hacía un frío de ciprés. Él
arrastraba la pisada como temiendo dejar huella. Aún eres joven,
pensaba le dirían, lo superarás, aprende de esto, úsalo.
Sonaban estas palabras familiares como extranjeros que llegan
inoportunamente. Aceptar la derrota puede ser la primera victoria.
Pero esta experiencia siempre llega a la mañana siguiente.
Natalia tomó una decisión. A Diego le
costaba asimilar este golpe como a un mal púgil de la vida. Qué
latigazo y qué bravura para una huida. Lo sabía ahora todo, pero de
qué modo, en qué consecuencias. Con el corazón bombeando plomo, un
desengaño gemelo a diciembre, y ya no le servían ni las miradas ni
el recuerdo. La cuerda queriendo olvidar que fue nudo.
La amaba. Sonaba esto tan extraño para
él como el sexo de las iguanas. Desconocido. A partir de ahora
viviría, se daba cuenta, afiliado al pretérito imperfecto.
¿En qué momento, Natalia?, se
compadecía de sí mismo sin espejos. ¿En qué momento la
eutanasia, abuela?
Qué
poco amparaba el calor del tanatorio, qué inconexos los símbolos de
la parca. La noche había pasado lenta, como arando una tristeza.
Diego contemplaba el buen cadáver con ojos de rabia hacia adentro,
con impotencia de luto.
¡Qué
poco le duró en la memoria aquel amanecer pensando en el entierro!
Las madrugadas sólo sirven para hacer inventario de
ausencias, anotó. Pero de
aquella habitación de muerte sólo sobrevivieron una cuartilla
tachada y una inútil despedida.
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