domingo, 22 de septiembre de 2019

Los átomos olvidados

Hay que haber visitado mucho tus raíces antes de que se te permita dejar allí un átomo o viajar hasta otro reino. En el Audi A80, que mi padre conducía mientras sonaba Cat Stevens, íbamos hacia aquel pueblo cuyo nombre yo solo conocía con el tono de voz de mi abuela.

-         - Este viejo trasto siempre da problemas a la subida. Cualquier día me compro uno nuevo y este que se oxide y se pudra. Uno mejor, más nuevo.

-         - ¡Y ecológico! – grité con una voz diminuta  por lo que había escuchado decir a Jaime tres días antes en clase (“Mi padre se ha comprado un coche largo, azul y ecológico”, dijo, y aprendí antes la palabra que su significado).

-         - Eso para ti cuando seas mayor. Yo ya soy antiguo. – sentenció mi padre. Y mi abuela me miró y me dio la mano.

En la plaza principal nos esperaban todos como si volviésemos de la guerra o como si no hiciésemos lo mismo cada año. Olía a pitanza de cerdo y al primer humo de la leña aún húmeda. Llegaras cuando llegaras, siempre daba la sensación de que eran las siete de la tarde en aquel pueblo coronado por un castillo, con Teresa haciendo ganchillo en la misma calle en la que mataron a su hermano muchos años antes y del que ya no recordaba ni el rostro.

Apenas se tardaba unos segundos en adaptar el oído al acento. ‘¿Qué tal nel viaje?’. Y entrábamos por la puerta, que hacía un sonido ácido al abrirse, y veíamos el polvo en suspensión y desencajábamos las ventanas y yo me salía a ver la sangre de la matanza correr por la calle en la que siempre parecían estar matando al hermano de Teresa muchas veces mucho antes.

Me gustaban aquellos viajes porque detenían el reloj en un tiempo que yo no conocía. Con los años descubrí que el cosmopolita mira siempre con ojos de ladrón, observando cómo se hace en esos sitios para mantener la felicidad y llevársela consigo, cómo se hace para darle su importancia a lo sencillo, para ser más telúrico, menos eterno (con las mínimas excepciones de quienes no buscan la eternidad desmesuradamente).

Hemos regresado al pueblo estos días. En un coche “ecológico y sostenible”, como dice mi sobrina. Palabras hermosas y largas, como coronadas por castillos, pienso. Conduce mi hermano, al que no le gustó nunca el olor de la pitanza y le daba miedo la sangre que corría delante de Teresa. Vamos a ponerle flores a la tumba de la abuela. Ahí sigue tejiendo Teresa, más de cien años. Ahora, la costumbre es su única memoria. ‘¿Qué tal nel viaje?’. “Tranquilo, este trasto no consume nada”, responde mi hermano. Son la siete de la tarde, o eso creo, y el humo vuelve a ser el primero. Y hay el mismo polvo de otro tiempo. Y todo hace ese sonido oxidado.

Hoy espero haber sido digno y que un átomo permanezca siempre aquí. Para regresar o para no ser tan eterno. No sé tampoco cómo volveré, porque no tengo coche, le tengo fobia. No quiero girar una curva y dejar atrás un reino. Yo creo que me da miedo conducir porque en la vida he sido siempre un pasajero.

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