Hay que haber visitado mucho tus raíces antes de que
se te permita dejar allí un átomo o viajar hasta otro reino. En el Audi A80, que mi padre conducía
mientras sonaba Cat Stevens, íbamos hacia aquel pueblo cuyo nombre yo solo
conocía con el tono de voz de mi abuela.
- - Este viejo trasto siempre da problemas a
la subida. Cualquier día me compro uno nuevo y este que se oxide y se pudra.
Uno mejor, más nuevo.
- - ¡Y ecológico! – grité con una voz
diminuta por lo que había escuchado
decir a Jaime tres días antes en clase (“Mi padre se ha comprado un coche
largo, azul y ecológico”, dijo, y aprendí antes la palabra que su significado).
- - Eso para ti cuando seas mayor. Yo ya soy
antiguo. – sentenció mi padre. Y mi abuela me miró y me dio la mano.
En la plaza principal nos esperaban todos como si volviésemos
de la guerra o como si no hiciésemos lo mismo cada año. Olía a pitanza de cerdo
y al primer humo de la leña aún húmeda. Llegaras cuando llegaras, siempre daba
la sensación de que eran las siete de la tarde en aquel pueblo coronado por un
castillo, con Teresa haciendo ganchillo en la misma calle en la que mataron a
su hermano muchos años antes y del que ya no recordaba ni el rostro.
Apenas se tardaba unos segundos en adaptar el oído
al acento. ‘¿Qué tal nel viaje?’. Y
entrábamos por la puerta, que hacía un sonido ácido al abrirse, y veíamos el
polvo en suspensión y desencajábamos las ventanas y yo me salía a ver la sangre
de la matanza correr por la calle en la que siempre parecían estar matando al
hermano de Teresa muchas veces mucho antes.
Me gustaban aquellos viajes porque detenían el reloj
en un tiempo que yo no conocía. Con los años descubrí que el cosmopolita mira
siempre con ojos de ladrón, observando cómo se hace en esos sitios para
mantener la felicidad y llevársela consigo, cómo se hace para darle su
importancia a lo sencillo, para ser más telúrico, menos eterno (con las mínimas
excepciones de quienes no buscan la eternidad desmesuradamente).
Hemos regresado al
pueblo estos días. En un coche “ecológico y sostenible”, como dice mi sobrina. Palabras hermosas y largas, como coronadas por castillos, pienso. Conduce mi
hermano, al que no le gustó nunca el olor de la pitanza y le daba miedo la
sangre que corría delante de Teresa. Vamos a ponerle flores a la tumba de la
abuela. Ahí sigue tejiendo Teresa, más de cien años. Ahora, la costumbre es su única
memoria. ‘¿Qué tal nel viaje?’.
“Tranquilo, este trasto no consume nada”, responde mi hermano. Son la siete de la tarde, o eso creo, y el humo
vuelve a ser el primero. Y hay el mismo polvo de otro tiempo. Y todo hace ese
sonido oxidado.
Hoy espero haber sido digno y que un átomo
permanezca siempre aquí. Para regresar o para no ser tan eterno. No sé tampoco
cómo volveré, porque no tengo coche, le tengo fobia. No quiero girar una curva y dejar atrás un reino. Yo creo que me da miedo
conducir porque en la vida he sido siempre un pasajero.
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