jueves, 26 de mayo de 2016

El trono imposible

No eras tú la de ayer en sus labios. De ti recuerdo cada relámpago, cada víscera de asombro en el sexo, cada detalle de átomo nocturno. Ella, en cambio, ya es la nueva subalterna del olvido. Se está despertando y se marchará, como tú, pero sin ser tú, como una mala sombra despegada que enfila la vida sin mirar las tramoyas del amor.

-Buenos días- me dice.

-Buenos días, ¿qué tal has dormido?- respondo, con una sonrisa, en el macabro delito de fingir.

Ella no sabe de ti más que un nombre. Y lo acepta como un niño acepta sin pudor una respuesta. Sin conjeturas de sábado, sin maldad mirándome. Sabe que te fuiste, dejando en mi casa el escrutinio de un abandono que hago por rutina de poeta, en la almohada un olor lapislázuli y en cada beso que doy un aire que no toco. Como homenaje a tu memoria, como penitencia autoimpuesta y sin fianza. Ella también es consecuencia de tu pérdida. Lo es sin participios. Me observa con los ojos enfocados al techo, y yo me levanto a hacer el desayuno. Puedes estar contenta.

Tú ya eres la que nos ha sobrevivido. No has pasado página, sino que has roto a hachazos la biblioteca. Me has denostado al vil mundo de ser sólo pasado, a la impudicia de recordarnos únicamente en mi cabeza. Hago el café con estos escombros.

-Te veo raro,- comenta puerilmente- me duele un poco la cabeza. Creo que hoy me haré verduras para almorzar.

Ella tiene la inútil misión de reemplazarte. Ya quiere creer que ni lo intenta, pero ambos nos damos cuenta que en el beso se lanza a la atmósfera como un suicida, que las ojivas de sus senos no me piden un secuestro. Yo asiento, provocando una sonrisa no pactada. Nos bebemos el café y el zumo hablando de los grandes temas y de las minucias que haremos en las siguientes horas. No se lo digo, no se da cuenta, pero tengo en la boca un verso sobre ti.

Descubro entonces, de alguna forma, la obscena ley donde en unos centímetros caben dos muertes y, contigo sin embargo, que estás a mil kilómetros exactos, la distancia sólo asusta por ser una palabra prohibida.

Me da una trémula caricia con sus labios, que no son los tuyos, en mis comisuras. Me susurra con una voz que no tiene tu cuchillo que nos vemos el martes. Se marcha de la casa con la pisada y la cadera desacompasadas, para mirar atrás y buscarme un fulgor que le haga creer que aún soy suyo, como anoche. Lo encuentra, se lo cedo. Cierra la puerta mientras entra tu ausencia.

Y me vuelvo a la cama, a pensar que estás lejos, en ese trono imposible cifrando el amanecer.

Nocturno

¡Qué poco le duró en la memoria aquel amanecer para lo larga que había sido la noche! La tempestad fue cobarde -no quería meter su agua helada en la herida- y se fue tan pronto Diego se acostumbró a la lluvia. A veces tenía la sensación de que en aquel sofá, arrellanada, no estaban todas aquellas sombras, sino Natalia. Los labios diminutos, casi azules, de Natalia.

La Luna estaba a media asta, con una compasión de niño o de farola. Hacía un frío de ciprés. Él arrastraba la pisada como temiendo dejar huella. Aún eres joven, pensaba le dirían, lo superarás, aprende de esto, úsalo. Sonaban estas palabras familiares como extranjeros que llegan inoportunamente. Aceptar la derrota puede ser la primera victoria. Pero esta experiencia siempre llega a la mañana siguiente.

Natalia tomó una decisión. A Diego le costaba asimilar este golpe como a un mal púgil de la vida. Qué latigazo y qué bravura para una huida. Lo sabía ahora todo, pero de qué modo, en qué consecuencias. Con el corazón bombeando plomo, un desengaño gemelo a diciembre, y ya no le servían ni las miradas ni el recuerdo. La cuerda queriendo olvidar que fue nudo.

La amaba. Sonaba esto tan extraño para él como el sexo de las iguanas. Desconocido. A partir de ahora viviría, se daba cuenta, afiliado al pretérito imperfecto.

¿En qué momento, Natalia?, se compadecía de sí mismo sin espejos. ¿En qué momento la eutanasia, abuela?

Qué poco amparaba el calor del tanatorio, qué inconexos los símbolos de la parca. La noche había pasado lenta, como arando una tristeza. Diego contemplaba el buen cadáver con ojos de rabia hacia adentro, con impotencia de luto.


¡Qué poco le duró en la memoria aquel amanecer pensando en el entierro! Las madrugadas sólo sirven para hacer inventario de ausencias, anotó. Pero de aquella habitación de muerte sólo sobrevivieron una cuartilla tachada y una inútil despedida.