jueves, 5 de enero de 2017

Ruinas de todos los inviernos

Hechos no ficticios que han marcado cómo habría desde entonces de recordar finales de diciembres, comienzos de eneros y los estetoscopios.

Tengo 23 años. Voy en un tren donde cada pasajero me mira. Sollozo con furiosa alevosía. El billete ha sido muy caro. Problema de comprarlo a última hora, cuando me ha llamado mi tía, que lloraba, y apenas si entendí más por su dolor que por sus palabras que mi abuela María, granadina, había muerto. Expiró a las 11:00 de la mañana. Es 4 de diciembre, víspera de todas las fiestas. Yo aún no había comprado su regalo de Navidad. La Luna estaba a media asta la noche siguiente a que se fuera.

Con 19 años hablo con una joven que conocí muchos años atrás, en una boda, en el mismo lugar donde ahora estamos. Puente de la Constitución. El pueblo de mis abuelos. Ella es guapa y tiene apariencia delicada. Sigue teniendo aquel pelo negro terror y un movimiento grácil. Pienso en Bolaño, en Sabines. La saludo con dos besos como si ya supiera que la volvería a ver. Pero no lo sabía. Ni siquiera había vuelto a pensar en ella. No sé su nombre. Nos une el pasado remoto y, gracias a la timidez, sólo hay un tema de conversación. No sabemos qué decirnos, por dónde empezar, por dónde acabar. Somos desconocidos. Es una de nuestras principales virtudes.

A los 18 años, en una discoteca, fruto del alcohol, las luces y la Nochebuena, una joven me besa. No me dice cómo se llama, pero sé que se llama Susana. No la volveré a ver o no la reconoceré. La veo por facciones, pero besa bien y lo ha hecho sin contemplaciones, como si me amara, que es más de lo que pueden decir muchos… Pero no me ama. Ni siquiera sé si le gusta ‘Love Over Gold’ de Dire Straits. Comprendo en ese enjambre a qué saben los besos de los desconocidos: locura, saliva y olvido. No volveré a cometer ese error. Mi madre siempre me dice: “Ya fallé en el amor, pero ahora fallo mejor”.

A los 13 años se me cae la botella de cristal que guardaba el agua que tenía que llevar a la mesa para después del vino y el champán y los villancicos (acabo de aprenderme Calle de San Francisco y me río en voz baja con La Tarara). Y el suelo se convierte en un jardín puntiagudo y doloroso. Mi madre grita y se gira y retuerce los brazos haciendo caso omiso al pensamiento. Mi padre, impasible, desde el sofá me dice que me aparte y vaya a por la escoba. Me aparto y al ir a por la escoba descubro todos mis juguetes para dentro de 6 días, en Reyes. ¡Qué de utilidades poseen las botellas rotas!, pienso. Minutos después me dan la noticia de que se van a divorciar. Mi hermano lo acepta. A mí me gustan las noticias y decido ser periodista. Asimilo que el amor no lo puede todo, porque cuando se mira el fondo del silencio, allí sólo quedan las mismas palabras de siempre.

11 inviernos acumulo cuando, tras un almuerzo en un bar de carretera el Día de Reyes, me olvido mi balón del Real Madrid bajo la mesa en la que comimos. En el viaje de regreso, tras, no exactamente, 21 minutos mirando por la ventana y creyéndome un guerrero, grito “¡Mi pelota!”. Mi madre llama al restaurante pero el balón ha desaparecido. Aprendo qué de insondables mundos hay bajo las mesas.

Estoy vestido con fajín y pajarita corintia. Tengo 8 años. Soy el portador de las arras en una boda en Moclín, Granada. La hija de mi padrino. Y caigo por las escaleras una hora antes de la ceremonia, y todo es sangre y rapidez y vendajes. Y de nuevo las sonrisas por el pueblo. Mi abuela me abraza tan fuerte y me da una palmada y me dice “Sé bueno”. Es fácil iluminarse y reconocer que las religiones no entienden el sube y baja de las escaleras. A mi lado, una niña de pelo negro camina grácil tras la novia.

Cuando tengo 5 años, mi madre me lleva al médico. Es 28 de diciembre. Éste me ausculta y respiro. El estetoscopio está frío y descubro por qué pintan de azul los hospitales Mis pulmones no fallan por ahora. Mi madre, que nunca mentía, le dice al doctor que de mayor seré médico. Al hacer público mi secreto, la verdad se vuelve dolorosa. La lección es que si no fuera por los malos presentes, no habría disfrutado los largos veranos.