Se acercó el
centinela mordiendo una manzana en una dentellada larga, como de niño
hambriento. Oí los pasos, sordos y espaciados, como cuevas
submarinas. Se me erizaron los cabellos como una muchedumbre
indignada.
A
menudo recordaba una tarde con Marisa, en el cerro del quejigo. No
era la chica más hermosa, pero tenía una verborrea que nos
equilibraba: ella hablaba por los dos, yo asentía, callaba, sonreía.
Los gestos eran lo mío. Lo suyo, la palabra. Hicimos el amor contra
el quejigo y a su lado. Nunca me llamó El
mudo.
Sólo Diego. Luego nos recostamos a la sombra cada vez más alargada
del árbol del quejigo. Serían las siete. Nos dimos dos besos.
Iríamos al siguiente martes...
Esto
me cabreaba. Las horas muertas como sin nombre. Daba igual que los
llamaras lunes que jueves. En las cárceles algunas palabras pierden
su importancia. Desde el carcelero con su '¿cómo estás hoy,
mudito?' hasta la hora de comer sólo se escuchaban lejanías:
pájaros, ladridos, campanas. La tortura es más llevadera si puedes
gritar.
Por
la mañana cuando fui a la iglesia, casi tres meses después de lo
del cerro, Marisa no me saludó. El martes siguiente a aquel día no
pudimos vernos porque se puso mala. Yo me fui luego a la feria de
tres pueblos distintos, vendiendo y comprando reses. Era bueno porque
las vacas y el dinero hablaban por sí solos. A misa iba casi todo el
pueblo. Me acerqué a ella pero giró la cara y se sentó en los
primeros bancos. Llevaba velo. Yo me quedé al lado de mi madre en la
decimoquinta fila. Ella me miraba con el desprecio que acostumbraba.
“Luego hablamos”, dijo.
El
guarda nunca venía a las doce. Aquel día sí. “Mudo, tengo una
mala noticia. Tu hermana ha muerto. Tuberculosis. Esta tarde será el
entierro, pero te han denegado la asistencia. Lo siento. Te he traído
pañuelos”. Los lanzó.
Lo peor de las malas
noticias es que son noticia. Mi hermana fue de las pocas personas con
las que me abrí. Uno puede llegar a enloquecer si habla con
demasiadas voces.
“¡La
preñaste y ha perdido al niño!”. Hice un gesto rabioso, “La
preñas... te”, y se echó a llorar sobre la mecedora. “Don
Augusto vino a buscarte. Casi te mata. Maldita mi suerte, Diego. La
hija del alcalde, preñada y sin desposar... Vino a buscarte, el
alcalde. ¿Por qué me haces esto, hijo? ¿No he tenido ya
suficiente? ¡Dime algo!”. Sollozaba. “No dices nada. Diego El
mudo,
mi hijo... ¡que preña hijas de alcaldes!”. Me fui a descargar
toda mi furia contra el quejigo. Allí solo, podía intentar gritar
sin que nadie se riera de mí. Ni el quejigo se quejaba ni el mudo
gritaba, pero todo parecía decir que sí.
A
la hora del almuerzo el guarda abrió la trampilla. Doble ración de
todo. “¿Cómo estás, Diego? Yo también perdí a mi hermana
¿sabes? Si necesitas hablar, golpea la puerta”. Creo que no se dio
cuenta de lo que había dicho hasta mucho más tarde, pero mientras
comía con desesperación quise reír por ver cómo es siempre la
muerte la verdadera medida de la vida.
Escribí
una carta y fui a la casa del alcalde a las dos. “¿Qué haces
aquí, mudo malnacido? Vete lejos o te juro qu”. Le interrumpí
dándole la carta y señalando al piso de arriba. La rompió. En
pedazos minúsculos.
Mientras, yo le
miraba. “No le pienso dar nada tuyo. Ya has hecho tu daño.
¡Vete!”. Intenté pasar y pasé, empujando a Don Augusto. “¡Que
te vayas!”. Se abalanzó sobre mí. Yo emitía ruidos y él gritaba
con la inquina de todo un pueblo a sus espaldas. Yo le golpeaba la
barriga. Él replicó a voces “Ese niño no tenía que nacer y no
nació. No de ti. No iba a ser un mudo de por vida. ¡Veeeeee
teeeeee!”. Alargaba las vocales como queriendo enseñarme a hablar.
Le machaqué el mentón como quien pisa uvas. Corrí por las
escaleras. Me tiró al suelo. Fue a por el cuchillo, a la cocina. Le
perseguí. Estábamos a escasos centímetros. Su sangre brotó más
oscura de lo normal, como la de un jabalí, y demasiado rápida.
A
la mañana siguiente vino el centinela con mi manzana intacta. “¿Cómo
estás hoy Diego?”. No respondí. “Hay un brote tuberculoso en el
pueblo, Diego. Marisa la tiene. La tisis. Ayer en su delirio lo
confesó todo. Al Padre Ataúlfo. Mañana serás libre. Diego El
mudo
vuelve al pueblo han dicho hoy en el mercado”. Cerró la trampilla.
Aquel disparo no
venía de muy lejos. A través del cuello de Don Augusto se veía el
fondo de la alacena. El cuchillo cayó lento de su mano. Allí estaba
Marisa con el rifle de caza de su padre, humeante. “Me pegó una
paliza de muerte, Diego. Mató a nuestro hijo”. Le agarré el
rifle. “Dijo que con cualquiera menos contigo. Que me casara con
cualquier otro. Me negué... me pegó. No podía dejar que me vieras
así”. Gimoteaba. Llegaron los vecinos. Y me vieron con ese rifle,
con Don Augusto desangrado, con una mujer que sin velo tenía marcas
en la cara. La solución más sencilla es la correcta a veces. A su
alcalde ellos lo habían elegido. A mí sólo me escogió Marisa. El
amor puede ser ciego, pero nunca mudo. Acepté su penitencia.
El centinela vino
con la bandeja a las tres. Me acerqué a la puerta. “Ha muerto,
Diego. Marisa. Te van a soltar.” Golpeé la puerta. “¿Quieres
hablar? ¿Es eso?”. Golpeé la puerta tres veces. En cuanto entró
el centinela le golpeé la cabeza tres veces. Inutilicé su cráneo
contra los muros grises. Seguí aplastando su cadáver hasta que los
otros dos guardas me apresaron. ¡Qué miedo da la libertad!
Me
han condenado a muerte. A mí. A Diego El
Malalmuerzo.
Me han cambiado el apodo. Mi madre ha venido a despedirse. De
Dieguito El
mudo
a Diego El
Malalmuerzo.
Ya puedo gritar tranquilo.