domingo, 12 de febrero de 2017

Malalmuerzo

Se acercó el centinela mordiendo una manzana en una dentellada larga, como de niño hambriento. Oí los pasos, sordos y espaciados, como cuevas submarinas. Se me erizaron los cabellos como una muchedumbre indignada.


A menudo recordaba una tarde con Marisa, en el cerro del quejigo. No era la chica más hermosa, pero tenía una verborrea que nos equilibraba: ella hablaba por los dos, yo asentía, callaba, sonreía. Los gestos eran lo mío. Lo suyo, la palabra. Hicimos el amor contra el quejigo y a su lado. Nunca me llamó El mudo. Sólo Diego. Luego nos recostamos a la sombra cada vez más alargada del árbol del quejigo. Serían las siete. Nos dimos dos besos. Iríamos al siguiente martes...

Esto me cabreaba. Las horas muertas como sin nombre. Daba igual que los llamaras lunes que jueves. En las cárceles algunas palabras pierden su importancia. Desde el carcelero con su '¿cómo estás hoy, mudito?' hasta la hora de comer sólo se escuchaban lejanías: pájaros, ladridos, campanas. La tortura es más llevadera si puedes gritar.


Por la mañana cuando fui a la iglesia, casi tres meses después de lo del cerro, Marisa no me saludó. El martes siguiente a aquel día no pudimos vernos porque se puso mala. Yo me fui luego a la feria de tres pueblos distintos, vendiendo y comprando reses. Era bueno porque las vacas y el dinero hablaban por sí solos. A misa iba casi todo el pueblo. Me acerqué a ella pero giró la cara y se sentó en los primeros bancos. Llevaba velo. Yo me quedé al lado de mi madre en la decimoquinta fila. Ella me miraba con el desprecio que acostumbraba. “Luego hablamos”, dijo.


El guarda nunca venía a las doce. Aquel día sí. “Mudo, tengo una mala noticia. Tu hermana ha muerto. Tuberculosis. Esta tarde será el entierro, pero te han denegado la asistencia. Lo siento. Te he traído pañuelos”. Los lanzó.

Lo peor de las malas noticias es que son noticia. Mi hermana fue de las pocas personas con las que me abrí. Uno puede llegar a enloquecer si habla con demasiadas voces.


¡La preñaste y ha perdido al niño!”. Hice un gesto rabioso, “La preñas... te”, y se echó a llorar sobre la mecedora. “Don Augusto vino a buscarte. Casi te mata. Maldita mi suerte, Diego. La hija del alcalde, preñada y sin desposar... Vino a buscarte, el alcalde. ¿Por qué me haces esto, hijo? ¿No he tenido ya suficiente? ¡Dime algo!”. Sollozaba. “No dices nada. Diego El mudo, mi hijo... ¡que preña hijas de alcaldes!”. Me fui a descargar toda mi furia contra el quejigo. Allí solo, podía intentar gritar sin que nadie se riera de mí. Ni el quejigo se quejaba ni el mudo gritaba, pero todo parecía decir que sí.


A la hora del almuerzo el guarda abrió la trampilla. Doble ración de todo. “¿Cómo estás, Diego? Yo también perdí a mi hermana ¿sabes? Si necesitas hablar, golpea la puerta”. Creo que no se dio cuenta de lo que había dicho hasta mucho más tarde, pero mientras comía con desesperación quise reír por ver cómo es siempre la muerte la verdadera medida de la vida.


Escribí una carta y fui a la casa del alcalde a las dos. “¿Qué haces aquí, mudo malnacido? Vete lejos o te juro qu”. Le interrumpí dándole la carta y señalando al piso de arriba. La rompió. En pedazos minúsculos.

Mientras, yo le miraba. “No le pienso dar nada tuyo. Ya has hecho tu daño. ¡Vete!”. Intenté pasar y pasé, empujando a Don Augusto. “¡Que te vayas!”. Se abalanzó sobre mí. Yo emitía ruidos y él gritaba con la inquina de todo un pueblo a sus espaldas. Yo le golpeaba la barriga. Él replicó a voces “Ese niño no tenía que nacer y no nació. No de ti. No iba a ser un mudo de por vida. ¡Veeeeee teeeeee!”. Alargaba las vocales como queriendo enseñarme a hablar. Le machaqué el mentón como quien pisa uvas. Corrí por las escaleras. Me tiró al suelo. Fue a por el cuchillo, a la cocina. Le perseguí. Estábamos a escasos centímetros. Su sangre brotó más oscura de lo normal, como la de un jabalí, y demasiado rápida.


A la mañana siguiente vino el centinela con mi manzana intacta. “¿Cómo estás hoy Diego?”. No respondí. “Hay un brote tuberculoso en el pueblo, Diego. Marisa la tiene. La tisis. Ayer en su delirio lo confesó todo. Al Padre Ataúlfo. Mañana serás libre. Diego El mudo vuelve al pueblo han dicho hoy en el mercado”. Cerró la trampilla.


Aquel disparo no venía de muy lejos. A través del cuello de Don Augusto se veía el fondo de la alacena. El cuchillo cayó lento de su mano. Allí estaba Marisa con el rifle de caza de su padre, humeante. “Me pegó una paliza de muerte, Diego. Mató a nuestro hijo”. Le agarré el rifle. “Dijo que con cualquiera menos contigo. Que me casara con cualquier otro. Me negué... me pegó. No podía dejar que me vieras así”. Gimoteaba. Llegaron los vecinos. Y me vieron con ese rifle, con Don Augusto desangrado, con una mujer que sin velo tenía marcas en la cara. La solución más sencilla es la correcta a veces. A su alcalde ellos lo habían elegido. A mí sólo me escogió Marisa. El amor puede ser ciego, pero nunca mudo. Acepté su penitencia.

El centinela vino con la bandeja a las tres. Me acerqué a la puerta. “Ha muerto, Diego. Marisa. Te van a soltar.” Golpeé la puerta. “¿Quieres hablar? ¿Es eso?”. Golpeé la puerta tres veces. En cuanto entró el centinela le golpeé la cabeza tres veces. Inutilicé su cráneo contra los muros grises. Seguí aplastando su cadáver hasta que los otros dos guardas me apresaron. ¡Qué miedo da la libertad!



Me han condenado a muerte. A mí. A Diego El Malalmuerzo. Me han cambiado el apodo. Mi madre ha venido a despedirse. De Dieguito El mudo a Diego El Malalmuerzo. Ya puedo gritar tranquilo.