domingo, 22 de septiembre de 2019

Pareces tonta


En aquel aeropuerto todos los aviones parecían estar tristes, con el morro hacia la pista, desubicados y contraproducentes. Miembros agónicos de un capitalismo insostenible, petrolero, brutal (porque decía Pavese que viajar es una brutalidad).

Nerea miraba desde el ventanal cómo amanecía. Pensaba que había sido un error ponerse los pantalones de cuero para pasar la noche en la terminal. Pero los había traído para al día siguiente de la despedida de soltera de su hermana Elena seguir aparentando una fortaleza basada ilógicamente en la figura que aún conservaba y con la que se luciría. Quería verse guapa y que le dijeran guapa. Se planteó si eso no iba en contra de sus ideales. La respuesta fue negativa. Ser deseada, en ese momento, le parecía lo más cercano al comunismo.

Fran, empresario, le había puesto los cuernos después de 10 años de relación y, aunque al principio solo quería arrancarle los párpados para que nunca pudiera dejar de ver el dolor que le había causado, luego pensó que no contestar a sus mensajes y una total indiferencia (más desdén) por aquel por quien te tatuaste medio corazón en la muñeca era un castigo más acorde al siglo en el que vivía. Y a la socialdemocracia que él tanto defendía.

Nerea no se atrevía a evidenciar con su terrible silencio la amarga derrota que sigue a cierto amor infinito. Por eso miraba los aviones.

Se giró cuando oyó su nombre y le resultó muy extraño reaccionar tan efusivamente (abrazo, dos besos y expresión animal de alegría) al ver a su antigua psicóloga, Jimena. Tres preguntas después del '¿cómo estás?' de rigor, Jimena le contaba que había superado un cáncer, que su hijo había tenido problemas con las drogas y otras tantas desgracias, muy variadas, pensó Nerea, que no comprendía muy bien por qué le contaba estas cosas precisamente en un aeropuerto.

'Pues no sé, ¿porque puede ser el punto de partida de algo, quizá?', dijo Jimena, intentado darle un sentido a la situación, aunque se le pusieron tonalidades serias a su rostro cuando Nerea le contestó que también podían ser el final.

Jimena retomó entonces su antiguo papel y le preguntó si era alguna clase de final por lo que estaba mirando la pista, que ya era de ese color marrón que tiene el alquitrán ante el Sol pronunciado de la mañana.

'No, no es el final de nada. Fran me engañó y le dejé. Mírame, estoy guapísima sin él. Y mi hermana menor se casa y me alegro por ella, va a ser precioso todo, pero su novio ha intentado ligar conmigo. Y, sinceramente, me siento mal, pero masturbé pensando en eso. Y tú recuerdas mis problemas con el orgasmo. El caso, que aquello que me enseñaste del poema ese de Ítaca de cuanto más largo el viaje, mejor, pues no, porque la mierda esta del capitalismo nos ha vendido el final feliz y yo no soy feliz, aunque mi Instagram diga lo contrario porque a veces sí soy feliz. Como que conozco la felicidad por momentos. Creo que estoy en alguna crisis. Y lo veo todo muy negro. Soy muy independiente y eso me hace verlo todo negro sola, ¿sabes lo que te digo?. Así que esto no es el final de nada, solo miraba por el ventanal este porque quería comprender por qué la gente aprecia tanto viajar si es poner los pies en la tierra y empezar a hundirse la vida', dijo Nerea, que resopló.

Jimena, como si supiera que alguna vez le harían esa pregunta tras todas sus tragedias, meditó poco antes de responder la frase que había estado barruntando sus 58 años en aquella capital de provincia con aeropuerto: 'Pues chica, pareces tonta: porque tendremos que saber lo alto que podemos llegar, ¿no?'.


Los átomos olvidados

Hay que haber visitado mucho tus raíces antes de que se te permita dejar allí un átomo o viajar hasta otro reino. En el Audi A80, que mi padre conducía mientras sonaba Cat Stevens, íbamos hacia aquel pueblo cuyo nombre yo solo conocía con el tono de voz de mi abuela.

-         - Este viejo trasto siempre da problemas a la subida. Cualquier día me compro uno nuevo y este que se oxide y se pudra. Uno mejor, más nuevo.

-         - ¡Y ecológico! – grité con una voz diminuta  por lo que había escuchado decir a Jaime tres días antes en clase (“Mi padre se ha comprado un coche largo, azul y ecológico”, dijo, y aprendí antes la palabra que su significado).

-         - Eso para ti cuando seas mayor. Yo ya soy antiguo. – sentenció mi padre. Y mi abuela me miró y me dio la mano.

En la plaza principal nos esperaban todos como si volviésemos de la guerra o como si no hiciésemos lo mismo cada año. Olía a pitanza de cerdo y al primer humo de la leña aún húmeda. Llegaras cuando llegaras, siempre daba la sensación de que eran las siete de la tarde en aquel pueblo coronado por un castillo, con Teresa haciendo ganchillo en la misma calle en la que mataron a su hermano muchos años antes y del que ya no recordaba ni el rostro.

Apenas se tardaba unos segundos en adaptar el oído al acento. ‘¿Qué tal nel viaje?’. Y entrábamos por la puerta, que hacía un sonido ácido al abrirse, y veíamos el polvo en suspensión y desencajábamos las ventanas y yo me salía a ver la sangre de la matanza correr por la calle en la que siempre parecían estar matando al hermano de Teresa muchas veces mucho antes.

Me gustaban aquellos viajes porque detenían el reloj en un tiempo que yo no conocía. Con los años descubrí que el cosmopolita mira siempre con ojos de ladrón, observando cómo se hace en esos sitios para mantener la felicidad y llevársela consigo, cómo se hace para darle su importancia a lo sencillo, para ser más telúrico, menos eterno (con las mínimas excepciones de quienes no buscan la eternidad desmesuradamente).

Hemos regresado al pueblo estos días. En un coche “ecológico y sostenible”, como dice mi sobrina. Palabras hermosas y largas, como coronadas por castillos, pienso. Conduce mi hermano, al que no le gustó nunca el olor de la pitanza y le daba miedo la sangre que corría delante de Teresa. Vamos a ponerle flores a la tumba de la abuela. Ahí sigue tejiendo Teresa, más de cien años. Ahora, la costumbre es su única memoria. ‘¿Qué tal nel viaje?’. “Tranquilo, este trasto no consume nada”, responde mi hermano. Son la siete de la tarde, o eso creo, y el humo vuelve a ser el primero. Y hay el mismo polvo de otro tiempo. Y todo hace ese sonido oxidado.

Hoy espero haber sido digno y que un átomo permanezca siempre aquí. Para regresar o para no ser tan eterno. No sé tampoco cómo volveré, porque no tengo coche, le tengo fobia. No quiero girar una curva y dejar atrás un reino. Yo creo que me da miedo conducir porque en la vida he sido siempre un pasajero.