viernes, 10 de noviembre de 2017

Un ave ha vaciado una granada

Paseo por los recuerdos como quien abre una tumba de pájaro y roba aún una pluma. Ahí están, casi en un museo de cenizas, varios de los desengaños amorosos a los que toda juventud alguna vez enfrenta y cae. También los amigos que decidieron quedarse en el camino. También algunos amaneceres y anocheceres que visitar de cuando en cuando. Pero en la sala principal, que tiene forma de ataúd de ave, hay una visita al reino de los difuntos.

Una vez, en México, una muchacha me dijo que si la parca nos demandaba, que aceptáramos, porque así estaría ocupada para no llevarse al resto. Pensé mucho en esto cuando falleció mi abuela. Y allí estábamos, la familia, los pocos compañeros que le quedaban a sus 95 junios tumbados año a año, delante de su buen cadáver, blanco como una máscara perfecta. Las cuencas oscuras de quien vio guerras civiles y tormentos y prefirió meter los ojos para dentro de su calavera. Las manos huesudas como ramas de sus olivos granadinos. El cuerpo enjuto, los labios morados como ciruelas, la nariz gacha como pico de quetzal.

Cuando llega el Día de los Muertos, sólo pienso en mi abuela. Se la llevó Dios, decía ella, que la llevaba esperando mucho. Yo creo que se la llevó porque quería aprender a hacer sus migas.

Cuando llega el Día de los Muertos, tengo otros muertos que contar, pero siempre paseo por los recuerdos y llego a esa sala donde aún reposa el cadáver blanco. Y yo le digo lo que a veces me decía cuando también decía adiós: "Sé buena".

Cuando llega el Día de los Muertos, nada me asombra y nada recuerdo. Sigo vivo, que ya es suficiente. Pero sólo soy feliz cuando pelo las granadas.

jueves, 5 de octubre de 2017

Concurso de poesía Zenda: El club de los poetas vivos

EL ABENCERRAJE

 ¿Sentiste anoche un caballo? 
Bodas de sangre

No he crecido en la noche para ver que no se acaba:
ambos sabemos que la pasión no da testigos
y si el humo y las farolas ceden
            como ceden a veces ciertos cartílagos de miedo
habremos conquistado otra cima de la nada
otro fiel escenario de dudas
otro eco mejor, uno más largo.

Apenas lo de siempre.

La rigidez de la vida ante las lágrimas
un joven mirando el mar como quien busca
el calor que da septiembre al infinito
la espada envainada del buen abencerraje
harto de cazar el pecho de los amantes
que no se han dicho adiós
                                               pero lo sangran.

Algún día te diré aquello que sospechas
un rumor de amapolas moribundas
el luto anaranjado de los hoteles
de camas separadas
la geometría caliente de las risas
el amor que hereda la tristeza de quien creyó y naufraga.

Sé de lo que hablo. Sé reconocer tu nombre.

Lorca en la página 55.
Una promesa perdida en la siguiente ola.
La invasión de dos cuerpos por el mismo rayo.
El beso líquido para ocupar todo el aire.
Dos miradas sujetando la medianoche.

Quizá lo de siempre. ¿Por qué nosotros?

Amar es apurar los imposibles
el te quiero en el café de la mañana
un bazar de eternidades
exiliar los desengaños
todo lo que no seremos
nada parecido a mi pasado.

Dime ahora si no sientes tus labios más ajenos
o para qué el tiempo sino de grito y de frontera.

Nos perdimos para al fin hacer una religión de las heridas
un mapa más limpio de recuerdos, dijimos
tú y yo como dos soledades compartidas.

Y sin embargo
qué puntual la combustión de la nostalgia:
qué instante aquel para decir te necesito.



LEONARD COHEN



But lets leave these lovers wondering
Why they cannot have each other;
And let's sing another song, boys,
This one has grown old and bitter



Es más litúrgica la cama que no espera,
es más elocuente el semen como bestia
está más desnuda tu mirada que no miro
porque en ese campo ya hundí todas mis bocas
y todo mi tuétano se volvió un mal demonio
pues en cada recuerdo habita un espejismo
una ilusión de que el barco ya no es pecio
sino un fulgor triunfal entre los diques
del astillero del futuro que no llega
y entro en mi cama como se entra en las escuelas
a aprender a olvidarte como se olvidan los hijos
del vientre y del juguete que se oxida
como se olvida el mar del marinero
como se rompe una ventana con un libro
de poemas que cayeron en veranos
de historias tan salvajes que ahora vuelan
donde nunca hicieron nido los fantasmas
porque hicimos de lo oscuro un territorio
que sólo pueden habitar los que no fuimos
y cierro los ojos con actitudes lejanísimas
al sentir un frío tenaz como una lluvia
golpeando el alféizar, llamándome a filas
a volver a escribirte que no te echo de menos
que si acaso escribir tiene razón para los locos
no soy menos cuerdo por decirte una mentira
por tratar de comprender a los ahorcados
por querer vender quincalla de nostalgia
al dios misericordioso de algún mito
y sueño que no sueño que te tengo
aún entre mis brazos como en un mal almanaque
que me sé cada taxi que pasa por tu puerta
cada verbo que usas con extraños
cada lunar cobijado entre tus senos
porque amar tiene un cielo reservado
para aquellos que han sabido pecar.
                                                            Y supimos.

Pero no ignores que yo también puedo abandonarte
que la derrota es un tren que no negocia
que desconoces de mí lo que yo mismo desconozco
que negarnos será sólo cuestión de perder el infinito.

jueves, 3 de agosto de 2017

Menos aquella madrugada

Frente al mar, un hombre tiene la sensación de que todo le pertenece. Así como hace hincapié en cada una de sus nostalgias, que se amplían y se van ampliando cada siete segundos, de ola en ola, que parecen aplaudir cuando se mueren. Frente al mar el tiempo es decomisado, y si se ve un niño se ve un futuro, y si se pisa un molusco parece que el universo se retuerce un poco en el leve crujido. Frente al mar suceden todas las melancolías, aunque todas las melancolías sean siempre la misma. Observar el horizonte es un duelo de soledades, porque la vida es sólo una, pero cuántas pudieron.

Aquí, otra vez en este destino, observo mis pies descalzos hundiéndose en la arena. Anochece o amanece. En este silencio hay algo a punto de rendirse, quizá el orgullo de hablarte, quizá un náufrago. Miro las gaviotas. Al final, en el amor, se acaba desechando lo que para un pájaro es tan simple como volar. Tu nombre viene a mi boca salado y vibrante.

"Todo lo olvidaré menos aquella madrugada frente al mar", pienso frente al mar cuando pienso en ti, como las olas me recuerdan cada siete segundos que te recuerdo y todas las melancolías acaban teniendo tu apellido. Lejanas, titilan las mínimas luces de los astilleros. El último grillo ha venido a derrumbar mi certeza desde un matorral a mi espalda. Frente al mar, el mundo me acompaña en no saber quién soy ni qué seremos. El verano ha resuelto quedarse en nuestro tuétano como alegre castillo de arena.

Pero ha pasado tan poco tiempo que parece que ha pasado demasiado. Echar de menos no tiene suficientes conjugaciones. La memoria es un durísimo sacramento de dos. Tienes los ojos azules. Eso lo explica todo.

La esencia ya no duele. A punto estuvimos de decirnos 'te quiero' y no lo hicimos. Y hay marineros que por menos nudos desecharon redes.

Frente al mar, un hombre, digamos yo, puede acercarse a una orilla y aceptar la ausencia de sí mismo.

No puedo guardármelo dentro: ¿Con quién hablaré del mar mañana?

lunes, 12 de junio de 2017

Neftalí

Un extraño jazz te seduce el pulso. Respirando, compruebas que la vida toma algo de ti que llevas dentro, un bosque silencioso, una nueva mancha del tiempo. Nadie más que unos gatos han sabido mirarte dentro de los ojos, nadie más que el ímpetu sabe de tu templanza, sólo a algunos locos les interesa lo que enuncias. Has conquistado otra cima de la nada.

Compara este mundo al que te propusiste: es lánguido, es ameno, tiene cobre y espanto, azúcar y semillas. Lo que era potestad del viento ahora es un orgullo al que te asomas. Y si hubieras saltado habrías amerizado en el centro de las dudas. Cualquier incertidumbre hubiera sido despojada del verso. Y otras noches el reptil inoportuno del deseo. Y otras madrugadas, una larga anfetamina de evocarte siendo tú mismo, donde la clorofila de una caricia te apegaba al presente, donde tenías en común con el sur su conducta de espuma, cuando era posible tutear a los dioses.

La fiebre. Ese faro renacido de la infancia. La misma manzana mordida una segunda vez. La perversión de apasionarte con aquello que te da la espalda, la redención buscada en pentagramas sin órbita ni réplica. Y quisiste reunir en una sombra el epitafio de todos los nombres.

Ya nada pesa tanto como seguir caminando. Has dicho adiós dejando mil residencias -para otros con relojes más certeros-, te has vendido al mal comunismo de los besos -cada uno mirando por sus labios-. No eres más salvaje por necesitar otro imposible. Ni más cruel por no desentrañar las formas de las nubes. Sólo has hecho de la soledad un idioma púrpura, un desengaño con la miel de otros siglos, un amar muy lento.

Porque el amor ha resultado ser lo que Neruda no te contó.

Y te has despedido ya de tantos futuros...


domingo, 12 de febrero de 2017

Malalmuerzo

Se acercó el centinela mordiendo una manzana en una dentellada larga, como de niño hambriento. Oí los pasos, sordos y espaciados, como cuevas submarinas. Se me erizaron los cabellos como una muchedumbre indignada.


A menudo recordaba una tarde con Marisa, en el cerro del quejigo. No era la chica más hermosa, pero tenía una verborrea que nos equilibraba: ella hablaba por los dos, yo asentía, callaba, sonreía. Los gestos eran lo mío. Lo suyo, la palabra. Hicimos el amor contra el quejigo y a su lado. Nunca me llamó El mudo. Sólo Diego. Luego nos recostamos a la sombra cada vez más alargada del árbol del quejigo. Serían las siete. Nos dimos dos besos. Iríamos al siguiente martes...

Esto me cabreaba. Las horas muertas como sin nombre. Daba igual que los llamaras lunes que jueves. En las cárceles algunas palabras pierden su importancia. Desde el carcelero con su '¿cómo estás hoy, mudito?' hasta la hora de comer sólo se escuchaban lejanías: pájaros, ladridos, campanas. La tortura es más llevadera si puedes gritar.


Por la mañana cuando fui a la iglesia, casi tres meses después de lo del cerro, Marisa no me saludó. El martes siguiente a aquel día no pudimos vernos porque se puso mala. Yo me fui luego a la feria de tres pueblos distintos, vendiendo y comprando reses. Era bueno porque las vacas y el dinero hablaban por sí solos. A misa iba casi todo el pueblo. Me acerqué a ella pero giró la cara y se sentó en los primeros bancos. Llevaba velo. Yo me quedé al lado de mi madre en la decimoquinta fila. Ella me miraba con el desprecio que acostumbraba. “Luego hablamos”, dijo.


El guarda nunca venía a las doce. Aquel día sí. “Mudo, tengo una mala noticia. Tu hermana ha muerto. Tuberculosis. Esta tarde será el entierro, pero te han denegado la asistencia. Lo siento. Te he traído pañuelos”. Los lanzó.

Lo peor de las malas noticias es que son noticia. Mi hermana fue de las pocas personas con las que me abrí. Uno puede llegar a enloquecer si habla con demasiadas voces.


¡La preñaste y ha perdido al niño!”. Hice un gesto rabioso, “La preñas... te”, y se echó a llorar sobre la mecedora. “Don Augusto vino a buscarte. Casi te mata. Maldita mi suerte, Diego. La hija del alcalde, preñada y sin desposar... Vino a buscarte, el alcalde. ¿Por qué me haces esto, hijo? ¿No he tenido ya suficiente? ¡Dime algo!”. Sollozaba. “No dices nada. Diego El mudo, mi hijo... ¡que preña hijas de alcaldes!”. Me fui a descargar toda mi furia contra el quejigo. Allí solo, podía intentar gritar sin que nadie se riera de mí. Ni el quejigo se quejaba ni el mudo gritaba, pero todo parecía decir que sí.


A la hora del almuerzo el guarda abrió la trampilla. Doble ración de todo. “¿Cómo estás, Diego? Yo también perdí a mi hermana ¿sabes? Si necesitas hablar, golpea la puerta”. Creo que no se dio cuenta de lo que había dicho hasta mucho más tarde, pero mientras comía con desesperación quise reír por ver cómo es siempre la muerte la verdadera medida de la vida.


Escribí una carta y fui a la casa del alcalde a las dos. “¿Qué haces aquí, mudo malnacido? Vete lejos o te juro qu”. Le interrumpí dándole la carta y señalando al piso de arriba. La rompió. En pedazos minúsculos.

Mientras, yo le miraba. “No le pienso dar nada tuyo. Ya has hecho tu daño. ¡Vete!”. Intenté pasar y pasé, empujando a Don Augusto. “¡Que te vayas!”. Se abalanzó sobre mí. Yo emitía ruidos y él gritaba con la inquina de todo un pueblo a sus espaldas. Yo le golpeaba la barriga. Él replicó a voces “Ese niño no tenía que nacer y no nació. No de ti. No iba a ser un mudo de por vida. ¡Veeeeee teeeeee!”. Alargaba las vocales como queriendo enseñarme a hablar. Le machaqué el mentón como quien pisa uvas. Corrí por las escaleras. Me tiró al suelo. Fue a por el cuchillo, a la cocina. Le perseguí. Estábamos a escasos centímetros. Su sangre brotó más oscura de lo normal, como la de un jabalí, y demasiado rápida.


A la mañana siguiente vino el centinela con mi manzana intacta. “¿Cómo estás hoy Diego?”. No respondí. “Hay un brote tuberculoso en el pueblo, Diego. Marisa la tiene. La tisis. Ayer en su delirio lo confesó todo. Al Padre Ataúlfo. Mañana serás libre. Diego El mudo vuelve al pueblo han dicho hoy en el mercado”. Cerró la trampilla.


Aquel disparo no venía de muy lejos. A través del cuello de Don Augusto se veía el fondo de la alacena. El cuchillo cayó lento de su mano. Allí estaba Marisa con el rifle de caza de su padre, humeante. “Me pegó una paliza de muerte, Diego. Mató a nuestro hijo”. Le agarré el rifle. “Dijo que con cualquiera menos contigo. Que me casara con cualquier otro. Me negué... me pegó. No podía dejar que me vieras así”. Gimoteaba. Llegaron los vecinos. Y me vieron con ese rifle, con Don Augusto desangrado, con una mujer que sin velo tenía marcas en la cara. La solución más sencilla es la correcta a veces. A su alcalde ellos lo habían elegido. A mí sólo me escogió Marisa. El amor puede ser ciego, pero nunca mudo. Acepté su penitencia.

El centinela vino con la bandeja a las tres. Me acerqué a la puerta. “Ha muerto, Diego. Marisa. Te van a soltar.” Golpeé la puerta. “¿Quieres hablar? ¿Es eso?”. Golpeé la puerta tres veces. En cuanto entró el centinela le golpeé la cabeza tres veces. Inutilicé su cráneo contra los muros grises. Seguí aplastando su cadáver hasta que los otros dos guardas me apresaron. ¡Qué miedo da la libertad!



Me han condenado a muerte. A mí. A Diego El Malalmuerzo. Me han cambiado el apodo. Mi madre ha venido a despedirse. De Dieguito El mudo a Diego El Malalmuerzo. Ya puedo gritar tranquilo.

jueves, 5 de enero de 2017

Ruinas de todos los inviernos

Hechos no ficticios que han marcado cómo habría desde entonces de recordar finales de diciembres, comienzos de eneros y los estetoscopios.

Tengo 23 años. Voy en un tren donde cada pasajero me mira. Sollozo con furiosa alevosía. El billete ha sido muy caro. Problema de comprarlo a última hora, cuando me ha llamado mi tía, que lloraba, y apenas si entendí más por su dolor que por sus palabras que mi abuela María, granadina, había muerto. Expiró a las 11:00 de la mañana. Es 4 de diciembre, víspera de todas las fiestas. Yo aún no había comprado su regalo de Navidad. La Luna estaba a media asta la noche siguiente a que se fuera.

Con 19 años hablo con una joven que conocí muchos años atrás, en una boda, en el mismo lugar donde ahora estamos. Puente de la Constitución. El pueblo de mis abuelos. Ella es guapa y tiene apariencia delicada. Sigue teniendo aquel pelo negro terror y un movimiento grácil. Pienso en Bolaño, en Sabines. La saludo con dos besos como si ya supiera que la volvería a ver. Pero no lo sabía. Ni siquiera había vuelto a pensar en ella. No sé su nombre. Nos une el pasado remoto y, gracias a la timidez, sólo hay un tema de conversación. No sabemos qué decirnos, por dónde empezar, por dónde acabar. Somos desconocidos. Es una de nuestras principales virtudes.

A los 18 años, en una discoteca, fruto del alcohol, las luces y la Nochebuena, una joven me besa. No me dice cómo se llama, pero sé que se llama Susana. No la volveré a ver o no la reconoceré. La veo por facciones, pero besa bien y lo ha hecho sin contemplaciones, como si me amara, que es más de lo que pueden decir muchos… Pero no me ama. Ni siquiera sé si le gusta ‘Love Over Gold’ de Dire Straits. Comprendo en ese enjambre a qué saben los besos de los desconocidos: locura, saliva y olvido. No volveré a cometer ese error. Mi madre siempre me dice: “Ya fallé en el amor, pero ahora fallo mejor”.

A los 13 años se me cae la botella de cristal que guardaba el agua que tenía que llevar a la mesa para después del vino y el champán y los villancicos (acabo de aprenderme Calle de San Francisco y me río en voz baja con La Tarara). Y el suelo se convierte en un jardín puntiagudo y doloroso. Mi madre grita y se gira y retuerce los brazos haciendo caso omiso al pensamiento. Mi padre, impasible, desde el sofá me dice que me aparte y vaya a por la escoba. Me aparto y al ir a por la escoba descubro todos mis juguetes para dentro de 6 días, en Reyes. ¡Qué de utilidades poseen las botellas rotas!, pienso. Minutos después me dan la noticia de que se van a divorciar. Mi hermano lo acepta. A mí me gustan las noticias y decido ser periodista. Asimilo que el amor no lo puede todo, porque cuando se mira el fondo del silencio, allí sólo quedan las mismas palabras de siempre.

11 inviernos acumulo cuando, tras un almuerzo en un bar de carretera el Día de Reyes, me olvido mi balón del Real Madrid bajo la mesa en la que comimos. En el viaje de regreso, tras, no exactamente, 21 minutos mirando por la ventana y creyéndome un guerrero, grito “¡Mi pelota!”. Mi madre llama al restaurante pero el balón ha desaparecido. Aprendo qué de insondables mundos hay bajo las mesas.

Estoy vestido con fajín y pajarita corintia. Tengo 8 años. Soy el portador de las arras en una boda en Moclín, Granada. La hija de mi padrino. Y caigo por las escaleras una hora antes de la ceremonia, y todo es sangre y rapidez y vendajes. Y de nuevo las sonrisas por el pueblo. Mi abuela me abraza tan fuerte y me da una palmada y me dice “Sé bueno”. Es fácil iluminarse y reconocer que las religiones no entienden el sube y baja de las escaleras. A mi lado, una niña de pelo negro camina grácil tras la novia.

Cuando tengo 5 años, mi madre me lleva al médico. Es 28 de diciembre. Éste me ausculta y respiro. El estetoscopio está frío y descubro por qué pintan de azul los hospitales Mis pulmones no fallan por ahora. Mi madre, que nunca mentía, le dice al doctor que de mayor seré médico. Al hacer público mi secreto, la verdad se vuelve dolorosa. La lección es que si no fuera por los malos presentes, no habría disfrutado los largos veranos.